> Tesson y otros asombrosos viajeros | Gabi Martínez

Tesson y otros asombrosos viajeros


La vida simple; Silvayn Tesson; Alfaguara; 228 pág.


“La inmovilidad me dio lo que ya no me daba el viaje”, escribe al principio de este libro Sylvain Tesson, parisino que ya había recorrido el mundo entero en bicicleta, las estepas de Asia central a caballo o el Himalaya a pie... Así que para contrarrestar la saturación de movimiento decidió retirarse medio año a una cabaña siberiana y contemplar su propia reacción, que relataría en el diario del que ha resultado La vida simple.

El de Tesson fue un retiro amortiguado por la comodidad del siglo XXI. Lo hizo en una cabaña que fue refugio de geólogo en los ochenta y que el “investigador” civilizó aún más con un saco adecuado para dormir a menos de cuarenta bajo cero, una alfombra de fieltro, GPS... y sesenta libros muy bien escogidos entre los cuales, por cierto, no había ni uno solo de autores en lengua española (y sobre esto se hablará un poco más adelante).

Las condiciones del XXI, siendo duras, no son tan exigentes como las de anteriores eremitas y quizá sea por eso que la pompa con la que el autor va anunciando el desafío que va a acometer, que está acometiendo, se haga un poco indigesta al principio. Conocer hazañas de individuos que se expusieron a los elementos (y la soledad) con muchos menos medios y a menudo sin la intención siquiera de divulgar su hito, hace que la marcha marcial llena de trompetas y tambores con la que en las primeras páginas se hace acompañar Tesson desprenda un cierto aire de arrogancia casi antipática. También puede ser que en ese período, Tesson necesitara darse ánimos porque si no se los daba él, quién lo iba a hacer...y la forma de convencerse de que su prueba valía la pena fue elevarla a algún lugar magnífico emparentado con la leyenda. Por eso, el sobado recurso de las maravillas del bosque y la valentía que reclama la vida salvaje amenaza en el arranque con hacerse incluso desagradable por lo que tiene de utopía recurrente, aún más en la boca de alguien que parece mirar por encima del hombro a los que no emprenden retos tan estupendos.

El caso es que todo cambia cuando después de más o menos situarse en la cabaña, en la página 41, Tesson reconoce que “el eremitismo es un elitisimo”. Acepta que la vida en los bosques no es una solución a nada en el mundo que superpoblamos peligrosamente. Y ahí, yo al menos, me reconcilié con él. Se diría que él mismo se sacude la etiqueta de “special one” y, asumiendo su cierto esnobismo, comienza a encadenar frases, razonamientos, diálogos, que realmente añaden algo de verdad atractivo a los comentarios vertidos por otros “pensadores” de lo natural.

Tesson cortará leña con eficacia, comerá lo que ha pescado, hará su propio fuego, se embobará mirando nieve, un pájaro, la nada... y a través de su experiencia te hará pensar en la tierra con una cercanía inusual y, por eso, conmovedora.

Los días, además, van aportando reflexiones cada vez más agudas y nacidas de algún lugar hondo y entrañable que habrían sido imposibles de no enfrentar este “experimento”: “La soledad: lo que se pierden los otros por no estar junto al que la experimenta”.

Rousseau y la idea de aislamiento son dos constantes, dos apoyos de Tesson, quien demuestra que la literatura se afila mejor en soledad. De hecho, se recrea en esta idea, la de soledad, le busca nuevos ángulos, explora el estímulo que supone, y poco a poco se va realzando la figura de este aventurero admirador de Walt Whitman aunque bien crítico con los “sermones de contable calvinista” que daba, según él, Henry David Thoreau.

En La vida simple, Tesson propone algunas formas de cómo vivir sin casi nada -ni siquiera personas-, a veces con un lirismo tonificante nacido de la pausa y el deseo de diversión, y de la cantidad de tiempo para imaginar e ir moldeando ideas, como por ejemplo la de la mejor alternativa actual para la revolución: “El ermitaño no pide ni da nada al Estado. Se hunde en los bosques, y de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los revolucionarios”.

Y, jefe de su revolución, mientras intenta retocar un poco más la imagen del ermitaño que aún cultivamos, Tesson se va dejando ir con elucubraciones algo paranoicas o repitiendo cosas que ya había registrado en su diario y a las que vuelve y vuelve y vuelve o soltando frivolidades que pueden causar desde empatía a rechazo. Porque el diario refleja cómo la cabaña va sacudiendo su cabeza, cómo a veces se obliga a seguir hablando, cómo reconoce el juego en el que él mismo se ha enfrascado, un juego que adorna sin tapujos con frases ingeniosas, extrañas, espectaculares y que en cualquier caso nos permite ser testigos de los vaivenes emocionales de alguien que lamenta la incapacidad de los ermitaños modernos para ser pioneros.

La vida simple es un libro desigual lleno de hallazgos, una idea rutilante aquí, un momento de acción pura allá, en el que puedes sentirte compartiendo un espacio imponente e inspirador con el hombre que lo habitó durante una buena temporada. Y eso, diría, es un logro.



*Terminé de leer este libro justo antes de desplazarme a Saint-Malo para asistir al festival Étonnants voyageurs, un regalo para cualquier que aprecie la literatura de viajes o aventura. Allí fue posible disfrutar de una mesa redonda compuesta por David Vann, Pete Fromm, Jim Fergus y Lance Weller, reunidos bajo el título “Escritores de la Naturaleza y los grandes espacios”. Fromm, autor de la emblemática Indian Creek, habló de cuando le enviaron a vigilar montañas y se quedó aislado siete meses, pescando salmones, cuidando el bosque. Sobre eso, no ha escrito nada. “Solo aprendí a amar ese lugar, a estar allí”, resumió.

Sí ha escrito una novela sobre el aislamiento de una familia en un medio hostil, y asegura que “la forma y la textura del paisaje da la forma de las relaciones”. Sus compañeros de mesa compartían en general la afirmación. Jim Fergus miró al pasado, como el protagonista de una de sus novelas, para recordar con una sonrisa a “aquel joven new age lleno de sueños románticos sobre la naturaleza que yo mismo era. Ese joven que fue descubriendo que el romanticismo de la naturaleza es una idea más bien idiota, sobre todo teniendo en cuenta que el paisaje es como una persona, capaz de lo que es capaz una persona, así que te puedes esperar cualquier cosa de él”. “Son los sueños de los hombres los que hacen sufrir”, remató David Vann, que al igual el resto de sus compañeros de mesa, vive en un lugar alejado muchos kilómetros del vecino más cercano.

La charla me dejó dándole vueltas a la idea de soledad, y me pregunté qué soledad es ésa que te lleva a buscar interlocutores todo el tiempo, cuando escribes. ¿Eso es soledad? ¿Ese diálogo constante? Una soledad que es enunciada con el propósito de acabar con ella, porque esperas que alguien siga tu idea... y, de algún modo, te la compre. Ensalzas la soledad para compartirla, y así la aniquilas. Imaginé un mundo lleno de gente sola que escribía sobre la soledad para después juntarse y hablar de ella.

Al salir de la sala sentí rabia por no encontrar traducciones en castellano de los libros de Fergus o Fromm. Luego, charlaría mano a mano con ellos y ambos dijeron que de momento sus libros no habían tenido suerte en España. Los leeré, lentamente, en inglés. Alrededor, lectores venían a pedirles autógrafos y miles de personas -y lo de miles no es exageración-, se desplazaban de la conferencia de un grupo de autores sudafricanos que hablaban sobre el kwaito -un nuevo movimiento musical nacido en los suburbios- hacia la conversación entre Noo Saro-Wiwa y Teju Cole, ambos de raíces nigerianas, una viviendo en Londres, el otro en Nueva York; y David Simon, tras explicar la importancia de su época como periodista de investigación para concebir The Wire, introducía a su reciente libro Baltimore y a su mini serie sobre la guerra de Irak en Generation Kill, producida junto a Ed Burns, mientras Mathias Enard comía mejillones hablando sobre Abu Dhabi y se presentaban libros titulados Rinoceronte de oro; Las noches de Vladivostok; El norte, es el este; Roellinger, el cocinero corsario; Ciudad abierta; Comer el viento en Borobudur; o Diario del Mar de Arabia.

Entre el descomunal muestrario de libros de viajes de todo el mundo expuestos en los estantes, la representación de la lengua española era lógicamente escasa. Y desde allí aún más lógico parecía que Tesson, explorador nato, prefiriera encerrarse en una cabaña a leer a escritores de las lenguas que le habían ayudado a construirse una idea del viaje.

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