> Dos libros japoneses | Gabi Martínez

Dos libros japoneses



Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en Japón han dado pie a una literatura tan potente y desgarrada como la experiencia de los propios japoneses. El arpa birmana, de Michio Takeyama, y Hogueras en la llanura, de Shohei Ooka, son dos cimas novelísticas que reflejan la barbarie, sobre todo, de un gobierno japonés que no sólo abocó a su gente a la masacre sino que despreció a los que estaban arriesgando su vida por el país. Descubrir que el mismo país que te ha inculcado ideales de lealtad y honor, el mismo que se rige por sólidos códigos de respeto y solidaridad, no sólo les abandonaba sino que les expulsaba cuando sus prestaciones militares ya no eran suficientes, fue un golpe moral de una magnitud abrumadora. Y en ese golpe se centraron Takeyama y Ooka para reflexionar sobre cómo algunos hombres lo enfrentaron.
Ayer tuve el privilegio de introducir la charla que dio sobre ambas novelas su traductor, Fernando Rodríguez-Izquierdo Gavala, que también ha traducido a autores como Kenzaburo Oé, Haruki Murakami, Natsume Soseki…
Como apertura yo había escrito unas líneas que finalmente me sirvieron más que nada para improvisar un arranque con sentido. Esas líneas venían a decir que ambas novelas poseen tonos muy diferentes, como sus propios títulos indican. Mientras Takeyama remite a la música, a la salvación de algún modo a través de ella, Ooka acude a la imagen del humo de las hogueras que los filipinos encienden básicamente para señalar la posición de japoneses, y así matarlos. El punto de partida de ambos libros es tan parecido como distante porque al enfrentar el abandono y la decepción, uno se agarra a la esperanzadora música mientras el otro se disipa en el desconcertante humo. Uno habla de posible redención, el otro de locura. Takeyama, de enterrar a tus muertos. Ooka, de comértelos.



La naturaleza es una presencia constante en ambos libros, si bien cobra una dimensión más imponente en la novela de Ooka, donde el soldado enfermo Tamura vaga como el pequeño ser vivo que es, escuchando el llamado de la vida en bruto en cada cuenca, valle, zarzal... recordatorio de los orígenes salvajes de la humanidad.

Sí, qué insignificantes somos. Para la naturaleza y el gobierno. Qué poco importan nuestras vidas. De todas formas, cuando la nación te llama para protegerla, son mayoría los que tienden a la acción, a defender ideas y territorios impulsada por el ardor de unos gritos... que en realidad dan otros. Y cuando esa mayoría descubre hasta donde la empujaron, cuando adquiere conciencia del error o, al menos, de que en algún momento la engañaron, de que se le ocultó información... ¿cómo reacciona?

En Birmania, Mizushima es un soldado que toca el arpa y, alertado por la barbarie de lo que le rodea, se alejará del ejército convirtiéndose en bonzo en país extranjero. Un monje. ¿Por qué? Para acometer una labor que a nadie importa: enterrar a los japoneses muertos en territorio ajeno. Lo adopta como misión vital. Y esta imagen se complementa perfecta con la del soldado Tamura, quien escupido del ejército a la selva filipina por padecer una enfermedad que le inhabilita para el combate, llegará a observar cómo la Cruz Roja estadounidense recoge a los heridos japoneses para curarlos. Heridos que fueron desechados por su propio ejército, el japonés.

La incomprensión y la rabia o el sentimiento de injusticia o engaño se ciernen sobre ambos libros, poniendo en jaque la forma de pensar y, por ende, de actuar, de un país. Y expresa la enorme confusión de esos hombres marioneta a los que se ejecutará si desertan, que han sido concienciados para suicidarse antes de entregarse al enemigo. Que se entregue una granada a los hombres en peor estado para que decidan ellos mismos su final, resulta estremecedoramente significativo. Antes morir que experimentar la vergüenza de la derrota, ésa es la consigna. Al respecto, las cifras de soldados japoneses hechos prisioneros durante la Guerra Mundial son estremecedoramente bajas comparadas con las de sus rivales. Volver derrotado, sin haber dado hasta la última gota de sangre por tu patria, se consideraría una humillación.

Las paradojas, ese rasgo tan japonés, emergen una vez tras otra, alcanzando su cenit en la antológica novela de un Ooka que, para mí, es autor fundamental, porque este libro, junto con otros de Dino Buzatti, Joseph Conrad y Norman Mailer, resultó decisivo a la hora de imaginar mi propia novela Sudd. Libros que manifiestan magistralmente la desesperanza y la decepción ante un mundo que un día nos dijeron que debía ser de otra manera.
En el caso de Ooka, hay imágenes del todo reveladoras, como la del soldado Tamura sorprendiéndose cuando un compañero le presta su hombro para que se apoye y pueda seguir avanzando en lugar de abandonarle en la carretera. Le sorprende porque lo normal es el abandono... pese a que esa misma sociedad le educó en la fuerza del colectivo, en la solidaridad.

Lo más llamativo es que, pese a la evidente traición, los soldados japoneses se sienten impulsados a obedecer a sus superiores. La contienda interior es apabullante. Aquí se habla de esto. En El arpa birmana, Mizushima se sacudirá la presión hasta romper con la norma para convertirse en monje. En Hogueras en la llanura, Tamura no halla respuestas suficientes, no tiene nada, ni siquiera comida, sólo su enfermedad, y mientras asume el abandono, mientras descubre las miserias de los hombres, desciende a los infiernos hasta que su cabeza estalla, incapaz de absorber tanta mentira, injusticia, barbarie. Hogueras en la llanura es una novela terrible e iluminadora.

La religión será en ambos casos una posibilidad de esperanza. El budismo servirá bien a Mizushima, convertido a la práctica religiosa. El cristianismo no bastará a Tamura. Quedará tan solo como un camino que quizás, alguna vez... pero encontrar a decenas de cadáveres descompuestos a las puertas de una iglesia será una imagen lo bastante explícita para desmoronar cualquier ilusión. O descubrir que el resplandor de la cruz que divisa a distancia entre la maleza desaparece cuando llegas a su lado.

Al final, bombean preguntas comunes. ¿Por quién y para qué luchas? ¿No deberíamos reducir nuestra codicia, vivir de otra manera?

Y no puedes evitar preguntarte por la soledad inmensa a la que pueden conducir unos códigos de conducta y honor demasiado contradictorios. Unos códigos sobre los que no dejo de preguntarme, aún más desde que yo mismo viajara a Tokio recientemente.

Sobre el impacto que recibí de aquella civilización escribí un reportaje que se publicará en el magazine de La Vanguardia dentro de un mes, más o menos. Un reportaje que puede ofrecer una idea sobre cómo serían Mizushima y Tamura hoy.



*Añadir que el acto lo organizaba la Fundación Mapfre, y entre los asistentes estaba el historiador Carlos Martínez Shaw, un referente de muchas lecturas al que no conocía en persona y ha resultado tan estupendo como sus libros. Conversamos con amigos -uno de ellos Ignacio González Casanovas, quien hizo posible el encuentro-, sobre la desolada tierra australiana, que Martínez Shaw ha pisado varias veces, y sobre su pronto viaje a Bolivia. Hablamos del mundo, en fin, y al final todos deseábamos, creo, volver a viajar.

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