> Ánima | Gabi Martínez

Ánima



Ánima; Wajdi Mouawad; Destino; 448 pág.

Durante una charla del pasado otoño alguien aludió a un libro narrado por un coro de animales que próximamente se iba a publicar en España. ¿Cómo que un coro de animales? Parece que va de un crimen, respondió el informado. Matan a una mujer y su marido intenta encontrar al asesino, solo que la búsqueda está narrada por los distintos animales con los que el hombre se va cruzando. Ya no saben qué inventar, dijo alguien. Pues ha funcionado bien en varios países. ¿Animales habladores? Venga ya. Entonces, uno soltó una burrada que otro perfeccionó, y Ánima -aunque aún nadie sabía su título- fue una novela escarniada desde nuestra ignorancia.
Cuando Destino anunció su inminente publicación, reconocí enseguida el libro y me hice con un ejemplar, por curiosidad ante el atrevimiento y porque para entonces ya sabía que su autor era Wajdi Mouawad, que había firmado la impresionante Incendies.
Hay un tono, una pátina, un peso, que eleva unos libros por encima de los demás, y no hacen falta ni tres páginas para distinguir la calidad de un narrador, adopte la voz de gato, pájaro u hombre. Es el caso de esta Ánima en la que Mouawad recurre a una fiereza de ecos bíblicos para contar una de las historias más bestialmente lúcidas de los últimos tiempos. Cruda y clara como la vida salvaje, aunque incidiendo en lo más espantoso de ésta. Una historia que trasciende la abrumadora violencia física penetrando en simas de un horror moral que a menudo parece increíble aunque sabemos -¡sabemos!- que resulta mucho más común de lo que pretendemos. Porque lo que hace Mouawad es dirigir a su protagonista hacia un lugar temible desde donde da un paso al interior de una de esas matanzas sobre las que cotidianamente se nos informa para ofrecernos sus consecuencias del modo más original y dañino.
Los informadores de esta novela son, ya está dicho, animales. Perros, mariposas, caballos, pájaros, moscas... cada uno desde su percepción, nos describe los actos, diálogos y, sobre todo, el estado anímico de un hombre destrozado que necesita dar con el brutal asesino de su mujer, aunque su deseo no es vengarse. A través del sudor, del olor, la respiración, a través del sabor de la sangre o de su contrastado sexto sentido, los animales nos permiten acceder a la demoledora batalla emocional que lidia el protagonista Wahhch Debech. Un hombre obsesionado por hallar a otro hombre.
El coro de bestias permite ofrecer una mirada tan insólita como magistral sobre los humanos, cuya naturaleza en general corrupta -sofisticada en cualquier caso- contrasta lamentablemente con la pureza básica de sus observadores. Y es el ejercicio de apoyarse en miradas simples y limpias de perversiones, lo que concede a Mouawad la posibilidad de investir al texto de una gravedad y una poesía inusuales y del todo consecuentes.
Mouawad practica una lírica del desgarro que conduce a extremos de escalofrío, con escenas de una violencia diferente, por su originalidad y por la carga moral que contienen. El libanés está tocado por la gracia de lo elemental siendo capaz de literaturizar lo más básico. Es un poeta, en fin, y la concentración de su prosa da lugar a capítulos en general breves pero cargados de sugerencias y sucesos que siempre inquietan, estimulan, aturden, desbordando con su palpitante verdad.
Además, Mouawad maneja el suspense con estupenda destreza, dando dos inesperados giros de tuerca a una narración que pasará de mostrar los conflictos internos en las reservas de indios mohawk de Canadá a analizar las masacres de Sabra y Chatila, claves para entender fundamentalmente a Wahhch Debech, cuyo desaliento alcanza proporciones míticas. Mouwad lo apuesta todo a una visión pavorosa de la humanidad, señalando a los animales, a la naturaleza, como fuerza redentora que aún, de vez en cuando, es capaz de impartir algún tipo de justicia.
De todas formas, sobre todo en los dos últimos capítulos, el autor extrema demasiado algunas situaciones, está demasiado absorto en reflejar el mal por el mal, el odio, no deja prácticamente nada intocado, busca violencia por todas partes, satura, asfixia, y aunque esa sea su intención, por momentos adquiere cierto aire exagerado que le resta verosimilitud. Esto ocurre, es curioso, cuando Mouawad despide al coro de animales y se centra en dos narradores: un perro descomunal y, sobre todo, cuando habla el coroner -o sea, un humano- que ha seguido desde el principio el caso de la mujer muerta. El horror de los hombres y la justicia animal contrastan aquí de tal modo que se tiene una impresión de fábula.

Al margen de este matiz, el libro es un canto impresionante a las atrocidades de las que somos capaces los hombres, a nuestra incapacidad para entendernos y nuestra tendencia casi natural a sembrar el terror. Varias de las lapidarias -y magníficas- sentencias que se vierten en el libro apuntan a esa inclinación inexorable del ser humano. A nuestro abisal deseo de matar, cualquier día, con o sin motivo, para expiar penas, lastres, para sentirnos diferentes, imperiosos. Matar. Someter. Dañar. La resignación ante esta evidencia histórica, la imposibilidad de detener la violencia, es el motor de un libro deslumbrante por su implacable forma de mostrarnos lo peor de nuestra condición.  

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