> Nilo | Gabi Martínez

Nilo


“Nunca escribiría sobre el Nilo, sobra material”, me dijo un escritor que desde luego ignoraba la poca literatura publicada en los últimos 40 años sobre el recorrido completo del río más largo del mundo. Es cierto que Turner recupera ahora La guerra del Nilo. Crónica de la reconquista del Sudán, firmada por Winston S. Churchill, que participó en aquella contienda como subteniente de la caballería británica. Pero es un clásico. La guerra en Sudán y las memorables narraciones de Burton, Baker o Stanley han parecido liquidar el Expediente Nilo para la moderna causa letraherida, y la moda está en bajarse el Nilo Azul –Javier Reverte, Virginia Morell- y reivindicarlo como “el verdadero” porque aporta más caudal. Quizá por todo esto, y por Gordon y la Biblioteca de Alejandría, y por Durrell y por Kapuscinski, quizá por todo, viajé al Lago Victoria en su orilla de Uganda para emprender el descenso del mito en versión XXI, leyendo y recordando historias hermosas que, sin embargo, sonaban algo caducas. 



Como los mitos ya no son lo que eran y todo parece estar hecho, visto, alcanzado, hay lugares fantásticos que se arrinconan y medio olvidan porque su épica atañe, se cree, al pasado. Antártida, Himalaya, la cara oculta de la Luna y el Nilo han sido, aún son, los grandes mitos geográficos del planeta, destacando el del río por ser el que reúne más leyendas en menos espacio, o al menos eso afirma Alan Moorehead, autor de El Nilo Blanco, del que pueden encontrarse añejísimas ediciones en la biblioteca del Museo de Uganda, en Kampala.
Es una biblioteca pequeña, un cuarto grande, y al lado de la fotocopiadora hay dos armarios de madera, las puertas de cristal cerradas con llave protegiendo libros de lomo borroso, algunos raídos y semidesencuadernados hasta precisar de cordeles que los aten para evitar la descomposición.
Son ediciones primigenias de A través del oscuro continente, de Stanley, del diario de Speke, descubridor de las fuentes oficiales del Nilo, en Jinja, y hay títulos evocadores tipo Emin Pasha en África Central, Cómo encontré a Livingstone, del propio Stanley, Los comedores de hombres de Tsavo o Sudán salvaje, además de otros textos sobre el Nilo no muy conocidos –For away up the Nile, de J.G. Millis; El Nilo Blanco de F. Werne- y clásicos como El Nilo de Emil Ludwig.
Mariposas de colores chillones descansan en el marco de retratos de exploradores bigotudos o sobre las butacas verdes reforzadas con chinchetas.
También hay libros que aluden a Los árboles indígenas del protectorado de Uganda, a La historia del ferrocarril en Uganda y Kenia y está Mi viaje africano, de Winston Churchill, aunque la obra más popular del corresponsal de prensa que terminó liderando a un pueblo es La guerra del Nilo, la veo en distintas ediciones, aquí el trato a Churchill es deferente, quizá porque llamó a Uganda “la perla de África”.

Enfermos 

En este par de armarios hay varios volúmenes formidables y por eso aún vigentes como Las Montañas de la Luna (Valdemar) y La región de los Lagos de África Central, catalogado entre los mejores libros de exploradores nunca escritos. Ambos los firma Richard Francis Burton, un señor de perfil acataléptico, en perpetuo conflicto consigo mismo y de neurología tan inusual que ideó un sistema, cuentan, para aprender idiomas en dos meses, y a su muerte sabía 29. Sus narraciones son magníficas por brutales y sinceras –la editorial Lerna tradujo algunas como Primeros pasos en el este de África- y por el estilo directo, conciso, claro, que le anima a aludir a unos porteadores negros en plan “cargadores de nacimiento como los perros son cazadores de raza” y a subrayar “el efecto pernicioso del clima” sobre los nativos y a asegurar que, en la ruta de los esclavos, “el viajero tiene que hacer sufrir si no quiere sufrir él mismo”.
A Burton le han dedicado una calle corta -incluye cibercafé y el restaurante Antonio’s-, en el céntrico barrio de Nakasero, el intrépido, erudito, implacable Burton que, como el resto de exploradores victorianos, padeció los rigores del Nilo y, además de afrontar deserciones, viajó constantemente enfermo, como su compañero Speke, que al llegar al lago Tanganika casi no lo vio porque estaba medio ciego.
En las estanterías ugandesas la mayoría de libros se leen en inglés, también en árabe, alguno hay en francés o alemán, y abundan las copias de El Alberto Nyanza, Gran Fuente del Nilo y Los tributarios del Nilo, del mercenario Samuel Baker, autodesignado Baker del Nilo después de una aventura de cinco años con su esposa Florence que le llevó hasta el canal de Suez para cumplir el sueño de pedir un tanque de Allsopp helada, su cerveza favorita, antes de ponerse a escribir unas páginas que hicieron África comprensible para el gran público restando paletadas de misterio a los enigmas que se cernían al sur de Gondokoro, por entonces el límite de lo ignoto. La narración desató la creatividad de Henri Rider Haggard, que años después ideó al héroe Allan Quatermain para Las minas del rey Salomón (Anaya).
Hoy, la guerra que vadea el norte de Uganda y aniquila el sur sudanés continúa complicando la exploración del tramo de río entre, más o menos, Nimule y Malakal, y esa privación ayuda a la escasez de relatos sobre el Nilo en los últimos decenios. El caso es que Baker franqueó Gondokoro hacia el sur, descubrió el lago Alberto, estuvo a punto de ser despiezado por hipopótamos y las pasó canutas cuando, aquejado de malaria, la quinina se le agotó. La enfermedad vincula a Baker con Ryszard Kapuscinski, a quien una malaria cerebral derrumbó en un cuarto de esta Kampala que hoy sobrevuelan los siniestros marabúes, gigantescas aves carroñeras. Mi discreta aportación al elenco de úlceras, cegueras, tuberculosis, amputaciones, etcétera que jalonan los libros del Nilo fue una disentería que me postró tres días en Arua, la fiebre, no muy lejos del Rhino Camp donde John Goddard y sus dos compañeros visitaron el mercado al que acudían centenares de individuos bonyoro, joanam, madi, alut, lugwara, acholi y moru para cambalachear más o menos como siguen haciendo.
Goddard ha escrito el último gran libro sobre el río, Por el Nilo en kayak (Plaza & Janés) con fecha de 1950. Explica el viaje desde las fuentes del Kagera hasta la desembocadura en Rashid, recorriendo un sexta parte de la circunferencia terrestre, armados con una pistola Luger, un rifle del 22, una escopeta del 12 y cámaras Ciné Special de 16 milímetros y Rectaflex.
-¿Llevas armas?-, me preguntaron al partir, y la respuesta fue no, soy buen tirador pero sospecho que matar se me da mal, ni siquiera intimidar, y mis oportunidades hubieran sido pocas en una zona donde encontré muchos hombres y niños de camuflaje empuñando kalashnikovs, bazocas y varias armas automáticas, porque si bien intenté eludir los tiroteos, los hombres armados fueron una constante en el viaje, y vi camiones herrumbrosos en el margen del camino y personas mutiladas de las que habla Kapuscinski en El emperador (Anagrama) y en Ébano (Anagrama) y a las que se refiere Bernard-Henri Lévy en sus Reflexiones sobre la guerra, el mal y el fin de la historia (Ediciones B) así que me limité a disparar una cámara Kodak chiquitina, sin pretensiones. Por el Nilo en kayak es un libro de auténticas aventuras, lleno de cocodrilos, serpientes, heridas, aves picozapato y barbos eléctricos, palmerales y bandidos, Goddard a veces abusa del ingrediente emocional pero bueno, es informativo, útil, entretiene y el viaje en sí supone un hito porque nunca antes nadie había circunnavegado el Nilo en su totalidad.

En familia 

En la literatura del río hay un aire familiar, porque unos escritores remiten a otros, y las citas se repiten al igual que las escenas, hay autores que parecen apellidos del Nilo, siempre presentes, en todos los libros, y Alan Moorehead ya es uno de ellos con ese El Nilo Blanco que repasa los itinerarios y personalidades de los descubridores que son leyenda, los del siglo XIX, aunque también recuerda a Ptolomeo, claro, que hace casi dos milenios apostó por las montañas del Ruwenzori como ubicación de las fuentes; y al inexcusable viaje de Herodoto, Los nueve libros de la Historia (Lumen), del 460 a.C., el primero con cara y ojos de verdadero literato, que estimuló la imaginación de sus contemporáneos presentando la pura realidad de caníbales, monstruos, salamandras y mares interiores.
Otra característica común a estos aventureros es la desconfianza de los mapas que llevan, incluso hoy su fiabilidad es relativa, aunque ya no tan escasa, supongo, como para aún secundar aquella frase de Goddard: “casi toda la información recibida sobre el Nilo de fuentes oficiales supuestamente bien informadas ha sido inexacta e indigna de confianza”.
Muchos descubridores fueron decentísimos escritores, hay diarios fenomenales que en ocasiones parecen escudos contra la muerte, al menos alargan la vida: el sitio de Gordon fue interminable; el desecho Speke logró regresar a Gran Bretaña pese al temor de morir sin poder contar su hazaña; o, sobre todo, el calvario del gobernador italiano Gessi, cuyo barco se perdió en las ciénagas del Sudd, 150 personas, un soldado se comió a su propio hijo, sobrevivieron cuatro, y uno era Gessi, ¿qué fuerza escuda al narrador? ¿El deseo de vivir para contar?
Y como el resto de familias, la del Nilo –una familia muy macho, por cierto- comparte escenarios, recuerdos y calca situaciones, véase la de las hormigas conductoras que treparon por las piernas de Goddard años antes de que invadieran los tobillos de Peter Matthiessen, autor de El árbol en que creció el hombre (Olañeta) sobre el Gran Valle del Rift, o de, y éste es el que más interesa al reportaje, Los silencios de África (Península), donde entre otras experiencias, el maestro naturalista, investigador, el enorme Matthiessen, atravesó grandes zonas del África Oriental en avioneta para contabilizar el número de elefantes y por eso sabemos que en el parque nacional de Nimule, los guerrilleros y los furtivos redujeron en poquísimo tiempo un número de 13.000 paquidermos a 300, y que el rinoceronte blanco está prácticamente extinguido. Aún pude ver elefantes cerca de las cataratas Murchison, y leones y jirafas, visiones conmovedoras por lo que tenían de crepusculares, ¿hasta cuándo resistirán?
En cuanto al exterminio de hombres, el Kapuscinski de Ébano detalla la guerra más antigua del mundo, dos millones de muertos en Sudán, y se pregunta por qué “a pesar de sus muchos años de duración –va a cumplir veinte- nunca he oído que alguien intentase escribir su historia”. Kapuscinski narra una emboscada en primera persona e introduce ampliamente al horror pero también, luego, a la belleza, ése es su arte, después de treinta años en África tiene tela que contar.

El tiempo y el Chino 

Cada vez se publica más sobre Sudán, porque desde que se han descubierto fenomenales yacimientos de petróleo, algunos muy cerca del Nilo, los Estados Unidos lo han ido desvinculando del denominado Eje del Mal y quizá pronto nuevos viajeros se atrevan -o simplemente puedan- recorrer la zona sin jugarse la vida, y empaparse con esa idea del tiempo que rige en toda África y se sublima en este país descomunal y que el polaco resume así: “el tiempo funciona independiente del hombre.
Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila. (...) El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo”.
Y así es, aún, en Sudán, donde después de triturar los nervios acomodé la cabeza al discurso del tiempo, y la fortuna, o no sé qué, me regaló una coincidencia por la que pude tomar un barco decisivo que pensé iba a perder.
El impacto de Sudán, los nubios, Jartum y Omdurman lo han reflejado viajeros recientes como Paco Nadal, en El cuerno del elefante o Virginia Morell, en El Nilo Azul, ambos para National Geographic, o Javier Reverte, quien también siguiendo el Azul llega a Jartum en Los caminos perdidos de África (Areté). Reverte abunda en asuntos históricos; tilda de “espantosos” a los Bringi, un tabaco de allí que gustó bastante a Agustín, mi compañero de mochila; y de su paso por Sudán, Reverte destaca la semana en Wadi Halfa –“todo menos pasar 24 horas en Wadi Halfa”, había escrito Enrique Meneses en África de Cairo a Cabo (Plaza & Janés)-, la ciudad de frontera donde zarpan los barcos rumbo a Egipto y estacionan los trenes y autobuses que van y vienen de Jartum.
Contra pronóstico, Reverte disfruta su estancia en el hotel Wadi el Nil –yo también me alojé ahí-, porque cada viajero es distinto, como Flaubert, dicen que en esta ciudad pensó el francés el nombre definitivo de su personaje Emma Bovary, a saber qué te sugiere cada lugar, cada individuo, por ejemplo “el Chino” Charles Gordon, el más memorable por controvertido de los europeos en Sudán, muerto en la batalla de Jartum contra el Mahdi, y que Reverte define como un hombre “entre el héroe y el clown (...) algo ridículo”, mientras que a Strachey, del grupo de Bloomsbury, le parece “regido por impulsos misteriosos que le precipitaron a una tragedia predestinada”; “quijotescamente generoso y amable, al tiempo que un especie de santo errático y decididamente un poco loco”, en opinión de Moorehead.
Y Thomas Pakenham, autor de The scramble for Africa, compara su vida con “una crucifixión”.
Gordon ocupaba bastante espacio en la biblioteca de Kampala, había títulos en plan Gordon y Sudan, de Bernard M. Allen o Too late for Gordon and Khartoum, de A. Macdonald, si bien en las indiscutibles antípodas de Reverte se sitúa la fascinación de Olivier Rolin por un Gordon al que convierte en hilo conductor de su Meroe (Anagrama). Rolin lo ve como un Don Quijote forofo de Cristo, de la grafomanía y del brandy, sumido en la eterna melancolía del “demasiado tarde”, un hombre que prefirió ser mártir a la salvación.
Meroe es una novela apegada al río y sus arquitecturas sudanesas, tiene pasajes fulgurantes aunque le lastra la espesura literaria, le sobra exhibición, pero aun así atrapa mucho esta fantasía sobre “el más remoto de todos los extrarradios del planeta” donde un señor que dice “no creo que me hubiera gustado una vida apacible” define a Sudán como “una mezcla de terror y bonachona anarquía”.




El mar

Y de Wadi Halfa a Asuán, ya en el Egipto del legado faraónico, un alud de templos, tumbas, obeliscos, bajorrelieves y mercaderes con papiros y orillas fértiles que Jordi Clos, presidente de la fundación arqueológica creadora del Museo Egipcio de Barcelona, puede ayudar a introducir con Mi querido Nilo: ayer encontré la pirámide perdida (Península), didáctico pupurrí de vivencias y lecciones de historia, tribulaciones del arqueólogo Howard Carter incluidas. El Mil y una voces (El País Aguilar) de Jordi Esteva es un libro de entrevistas que repasa la actualidad del Magreb y salen intelectuales significativos como Sonallah Ibrahim, que fue el primer escritor censurado por Nasser. Jordi me pasó el teléfono de Sonallah y de otros amigos de El Cairo. Jordi vivió cinco años en ese cacao de ciudad.
Pero aún vamos por Asuán, aún muy al sur, y quizá sea mejor acudir a Las mil y una noches (Planeta) y navegar en el crucero con la Muerte en el Nilo (RBA) de Agatha Christie o con algo de Terenci Moix, quizá de Christian Jacq, sobre Egipto hay una barbaridad, si bien Sinuhé, el egipcio (Plaza & Janés) de Mika Waltari es el grande entre los grandes, otro de esos nombres familiares a los fans de lo nilótico. Uderzo y Goscinny encararon a Asterix y Cleopatra y Hergé lanzó a Tintín tras Los cigarros del faraón, la literatura del cómic, incluso un colaborador de Hergé, Edgar P. Jacobs publicaría luego El misterio de la Gran Pirámide.
El Cairo merece un artículo exclusivo, de Naguib Mahfuz a Nawal al-Saadawi, reivindicaciones y realidad a pelo, y como cualquier cosa que se diga sabrá a poco mejor llegar a Alejandría, donde el funcionario de Obras Públicas que vivió el último tramo de su vida encima de un burdel, con un iglesia griega en la esquina y el hospital bien al ladito, el señor Constantino Cavafis, proyectó al mundo el alma alejandrina en verso.
A Cavafis le inició en el mundo anglosajón E.M. Forster, que vivió tres años en la metrópoli empleado en la Cruz Roja y publicó una anti-guía del lugar hablando de cosas que ya no existían, como el faro o la biblioteca, pero ésta última resucitó el 16 de octubre del año pasado, ahora tiene forma de disco solar y capacidad para ocho millones de libros si bien el acento se quiere poner en el apartado informático digitalizando un millón de obras, aspira a centro terráqueo del saber ciberespacial. Fue emocionante ver el mar, al fin en Alejandría, ya tan al sur las junglas del Ecuador, los Grandes Lagos, vislumbrando la meta turquesa después de la sabana y los desiertos, y quizá sea sugestión, al final todo lo es, pero paseando por el zoco Attarin, entre libreros, y luego adentrado en el viejo barrio turco de Anfushi, ante las casas estragadas de humedad, sentí un aire familiar y me acordé de Corfú, la isla griega.
Algunos egipcios acusan a Lawrence Durrell de no haber retratado en su Cuarteto de Alejandría (Edhasa) la ciudad real sino la de su imaginación, menudo halago, menudo error, qué sino es un escritor, porque yo antes que en Durrell, paseando Alejandría pensé en Corfú y Corfú traía el nombre de Durrell y al escucharlo, al verlo, el relámpago de la evidencia alumbró aquellas dos ciudades unidas por las fachadas, por el aire, por un mismo autor. No me había ocurrido nunca pero fue un sentimiento espectacular, mera, simple felicidad, la literatura de un hombre vinculaba a lugares separados por el mar, algo daba sentido a todo, al final del río Nilo, que significa Nada, y ese algo era un espíritu omnipotente, un aliento, era esa fuerza arrolladora que, de nuevo lo comprendía, me había obligado a realizar un viaje, hoy lo veo, inolvidable.

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