> La Costa China | Gabi Martínez

La Costa China

En aquel país hay soldados que viajan en tren conectados a ordenadores wi fi. Hay caravanas de autobuses que descargan a diario a millares de personas frente a colosales botellas de cerveza hinchable. Hay carreteras que circulan a la altura de novenos pisos. Y rascacielos por todas partes, además de grúas y perforadoras que no paran y jóvenes vestidas muy Manga consultando revistas chic mientras navegan por internet. Hay flotas de cargueros abarrotados de hierro y acero y carbón. Y una ciudad a la que llaman la Montecarlo de Oriente. Monjes budistas que usan gafas ahumadas de noche. Y hay dinero. Billones, trillones de billetes que saturan de números las páginas y pantallas de un mundo empeñado en gritar a coro: ¡qué vienen los chinos! La gente habla de allí. De su economía que crece como ninguna en la historia lo ha hecho. Pero ese país es muy grande. Y lo cierto es que todas las impresiones capturadas en este párrafo incumben a la zona clave del nuevo imperio en expansión: la costa china.

1.
Tras la descomunal estatua de Mao Tse-tung que preside la plaza principal de Dandong, una pantalla gigante reproduce un primer plano de Julia Roberts repartiendo besos. Los chinos que deambulan miran básicamente a la actriz. Después, algunos van a comerse un polo de guisantes al paseo junto al río, aunque en la orilla coreana no divisen casi luces a esta hora de la noche. De día, en la ribera de Corea del Norte se atisban los vetustos paquebotes que pilotan miserables pescadores recortados contra una vegetación densa. Nada que ver con la línea de edificios de Dandong y con las lanchas y los barcos para turistas que sacan fotos a los coreanos como si se tratara del zoo.
El comunismo de China y el de Corea son bastante distintos. De todas formas, Dandong es una ciudad todavía en desarrollo y para saber hacia donde se encamina vale la pena poner rumbo sur siguiendo la línea de costa.
Es lo que hice con Wang, mi veintañero traductor chino crecido en las provincias interiores y para quien el descubrimiento de la vida costera supuso un cataclismo que le hizo reformular la idea que hasta entonces tenía de China. “¿Qué es esa niebla detrás del barco?”, preguntó Wang señalando la estela de espuma sobre el Golfo de Bohai. Y es que veía por primera vez el mar.

El norte explota 

Dalián, en el límite entre el Golfo de Bohai y el Mar Amarillo, es un centro de astilleros e industria pesada. Aquí se fabrica hierro y se construyen mercantes y rascacielos a un ritmo tan frenético como el de sus calles saturadas de peatones que inevitablemente se tocan al cruzar las decenas de pasos subterráneos. A la intemperie, los kanjis fluorescentes de las vallas publicitarias cohabitan con saxofones monumentales y otras esculturas kitsch. El centro de Dalián oprime, chupa el aire, es el precio de haber sido nominada “la Hong Kong del norte”, un título que también implica un plus de libertad.
“Las músicas entran fácil en esta ciudad abierta”, dice Alan, un joven chino que, como tantos, prefiere su nombre inglés al charlar con extranjeros. Alan dirige una revista pop, dice que aquí es más fácil conseguir visados o trabajo y ensalza las propiedades de un clima que justifica el apelativo de “Suiza china”. “Cada día somos más suizos”, confirma el señor Yu desde su chiringuito playero frecuentado por los rusos que negocian y turistean en Dalián. “Pronto va a cambiar el desconocimiento del norte chino”, vaticina Yu a pocos metros de una ristra de mansiones estilo Long Island coronadas por una reproducción en miniatura de la Estatua de la Libertad.
Pablo, el argentino gestor del restaurante Tapas, avala el optimismo de Yu. Dice que muchos profesores españoles se han mudado de Pekín en busca de las facilidades de aquí. Además, las poblaciones de costa alivian la asfixia del centro aportando complejos recreativos y excursiones de postal. Pablo también aprecia la seguridad de las calles y lo fácil que se liberan las mujeres. “Lo que pasa es que son distintas. Uno se va enfriando. Se va haciendo chino. Nunca te dicen te amo”.
Donde la belleza y lo marcial se combinan muy a gusto es en Beidaihé, lugar de veraneo de varios líderes del Partido Comunista, con su Hotel Para Misiones Diplomáticas y las playas interrumpidas por cercos de alambre que ocupan soldados con la misión de vigilar el mar... aunque echen vistazos a las mujeres y, sobre todo, a los hombres que se bañan con neumáticos y gorritos floreados, se tumban en toallas de 101 Dálmatas y Shin Chan o se entierran hasta el cuello, una costumbre indígena buena, dicen, para la piel.
A tres horas, siguiendo el reguero de chimeneas y excavadoras del litoral, se encuentra el inicio de la Gran Muralla China, que arranca en el mar y presenta algunos graffitis. “Están destruyendo la Gran Muralla”, dijo Wang, muy distante de los jóvenes que había ido conociendo. “Ellos tienen muchas diferencias conmigo. Les gusta el pop. A mí no. Les gusta la cerveza y el alcohol. A mí no. Les gusta ir a la playa. Yo no puedo. Les gusta mirar a las chicas guapas... a mí también”. En este punto rió. Tianjin es otro puerto capital del Golfo. Posee un aire profundamente europeo, repleto de antiguos edificios que pertenecieron a holandeses, alemanes, también a japoneses. El antiguo Banco francés es ahora el de Agricultura chino, y por las calles circulan miles de bicis y san lun ches, carritos a pedales, vestigios exóticos de una urbe que rotula en chino y en inglés, cuya periferia dominan las grúas y con un puerto, Tanggu, donde las máquinas estibadoras emergen en el crepúsculo como un ejército de titanes en una impresionante estampa de poderío naval.
Un problema es la polución, más obvia durante el bochornoso verano. Contra ella, las mujeres conductoras se protegen con máscaras de soldador plastificadas y se enfundan manguitos hasta el codo, que enseguida se tiznan de negro. Sus motos eléctricas ruedan frente a la discreta reproducción de la Torre Eiffel subrayando el punto onírico de Tianjin -¿un sueño o el futuro?- que aumenta al ver cómo los niños abren bolsas de patatas fritas con sabor a pollo a la tailandesa o ternera la jardinera. Todo se envasa, se protege. Los fideos son un negocio extraordinario. La gente come fideos a tutiplén, haciendo cola –el concepto “cola” aquí se estira-, viajando en tren, a la puerta del colegio o en la oficina. El fideo es un nutriente básico del chino convencional, que tiende a flaco. “Somos fibra”, sentencia Wang. Se decantan por la pasta y la verdura y, en las zonas de costa, se permiten más pescado y más marisco, sin abusar. Lo suficiente para continuar manipulando palas mecánicas en las riberas de Yántai o Weihai, que empiezan a abrirse al mar aspirando a una riqueza más allá de las manzanas y los vinos, la platija o los melocotones que hasta ahora les avalan. Y al final de esta línea de costa, el Cabo Chengshan, donde parpadea el último faro de China, que despide al continente con la leyenda: “En el cielo no está el fin”.

La masa 

A partir de aquí, la China de última generación se despliega a todo trapo en Qingdao, que acogerá las pruebas marítimas de la Olimpíada 2008. A Qingdao la marca la colonización de Alemania, cuando la ciudad se sembró de tejados germánicos y abrió una fábrica que aún procura la cerveza china más exportada.
Qingdao es una ciudad con repechones tipo Lisboa o Estambul, un bosque a tiro de piedra y hoteles copados por chinos de todo el país que acuden en tropel, formando caravanas de autobuses casi a ras de playa. Por las mañanas, la niebla embosca a la gente y, conforme se levanta el sol, millares de chinos aparecen de pie, aún vestidos y descalzos, con los pantalones remangados, paseando por la playa, a los pies de las pagodas que asoman en las montañas. Altavoces, prismáticos, banderines y pañuelos son comunes para distinguir a los tuyos en la masa.
Para airearse, cabe pasear a lo largo de los 40,6 kilómetros de sendero junto al mar, disfrutando de mansiones germanófilas con campos de golf, de los jardines, los windsurfistas USA y australianos que dan clases de lo suyo, los restaurantes que compiten ofreciendo espectáculos de delfines vivos.
En Qingdao, Wang se colapsó.
— Dentro de poco China ya no podrá llamarse comunista—, le dije.
— Antes, con la Unión Soviética había un camino a seguir —respondió—.
Pero ahora nos hemos quedado solos y tenemos que hacer el camino nosotros mismos.
Por la tarde, la joven Li, estudiante de medicina en pantalón muy corto que se anudaba las zapatillas con un cordón amarillo y otro lila, le apuntilló. Más o menos le recomendó que abriera los ojos a la China que venía. “Esa niña no entiende nada –diría Wang-. Es muy joven. Es hija única, sus padres tienen dinero, vive en la costa. Vive en un mundo de sueños”. Wang tiene dos hermanos. Hijo de campesinos. Del interior. El día después, Wang me dejó para volver a su China conocida.
Aunque no exactamente costera, Nanjing resulta crucial en el viaje del río Changjian desde la China profunda al océano. Por aquí desfilan hileras interminables de transbordadores que cargan minerales o petróleo. Pero, además, un templo capital de Nanjing rinde homenaje a Zheng He, el más grande navegante chino, seis siglos atrás. Después de él, China renunció a expandirse por el mar, miró hacia adentro. Hoy, el Imperio del Medio recupera el esplendor del marino para anunciar que, entre sus modernas ambiciones, también despunta el control de los océanos.
Las macroconcentraciones humanas se dan un respiro en Suzhou, esa ciudad entre canales, una Venecia ampliada, cuyo refinamiento entusiasmó a Marco Polo y donde, aseguran, coinciden las chicas más guapas con artistas e intelectuales de élite: a lo largo de la historia, “un 7,55 por ciento de los mejores estudiantes chinos han salido de Suzhou”, registran los estadísticos. El fruto más visible de la exquisitez de esta ciudadanía son sus jardines, que muestran su virtuosismo para hacer de la roca y el agua una maravilla simple y asimétrica, un ejemplo de vanguardia.
El orden que el chino impone a los elementos se sintetiza en la isla de Putuoshan, paradisíaco balneario a dos horas de Shanghai que cobra a sus visitantes para preservar los jardines, las montañas y los muchos templos budistas. Hay montañas y estupendas playas de pago pero, pese a la aparente naturaleza silvestre, todo encaja en su cuadrícula. Y es que en la costa no hay espacios salvajes. Todo está calculado, en su lugar, pensado para rendir al máximo y cubrir necesidades.
Amortizar tan bien el espacio ha reportado dinero suficiente para levantar una megalópoli como Shanghai, con la rutilante Nanjing Road, un prodigio de cartelería neónica que desemboca en el paseo que bordea el río con vistas al barrio financiero de Pudong. Su skyline de rascacielos alfombrado de barcos es uno de los artificios más emocionantes del planeta.
Shanghai consuma el sueño chino en competencia directa con Hong Kong. Las mujeres visten telas ligeras, aéreas, hay esculturas a la “Biblia Fashion” que supone la revista Vogue, se idolatra a John Galliano y Dior mientras pantallones callejeros emiten videoclips de raperos mestizos y el tren Maglev se dispara a 431 kilómetros por hora hacia el aeropuerto lleno de individuos que cargan mochilas con dvd’s piratas o robots o antigüedades comprados en Huaihai Lu. Shanghai es una ciudad lo bastante cosmopolita como para que una pija norteamericana se jacte de haber pasado dos años sin hablar con chinos. Una ciudad que ha sellado el idilio internauta entre Joaquín, informático de Albacete, y la ejecutiva taiwanesa Tung Tzu-Man.
Por eso, continuar al sur hasta Huangzhou procura cierto relax. Contemplar el enorme lago, charlar con la diseñadora Xu Li sobre la “enorme” homosexualidad que hay en China, dada la falta de mujeres a causa de la política del hijo único y la decantación nacional por los varones. O escuchar hablar a Javier, historiador residente, sobre cómo los chinos son capaces de destruir casi todo para crear novedades “confiados en que lo que debe perdurar perdurará: su lengua”.
Wenzhou da la espalda al mar. Fiel a su fértil herencia judía, se concentra en producir gafas, zapatos y productos de regalo entre fachadas de rascacielos feos carcomidas por la misma humedad que oxida las carcasas de los barcos visibles al final de callejones. Y así hasta Xiamén y su isla Gulang Yu, la geografía con el porcentaje de pianos per cápita más alto de China debido a las delegaciones extranjeras que ahí se instalaron el siglo anterior desarrollando una rara fiebre pianística. ¿Un resultado? Huacheng Music, la tienda más antigua del sector en la ciudad, ha pasado de 20 pianos vendidos en 1975 a más de 500 por año. Un oasis de armonía sólo a veces perturbado por los cañonazos intimidatorios provenientes de las aguas que la separan de la conflictiva, según el Partido Comunista, Taiwán.
Siguiendo al sur se encuentra uno de los triángulos civilizados más formidables que existen. Guangzhou-Hong Kong-Macao.

El triángulo prometido 

Guangzhou, o sea Cantón, es la tierra prometida de los comerciantes, una urbe pensada para el paso de mercancías, capaz de vías de 16 carriles que ofrecen impresiones apocalípticas, sobre todo cuando empiezan a superponerse creando una maraña de puentes superpuestos que dan con algunos autos circulando a la altura de novenos pisos. El fragor de motores se ensambla a sopletes y sierras eléctricas, a las pistolas claveteadoras que remachan comercios nuevos incrustados en calles peatonales tomadas por millares de consumidores dispuestos a comprar lo que sea después de zamparse una comida rápida a base de lechuga, cordero y coliflor. Aquí se produce y se compra en cadena. Para las alfombras hay una calle entera. Otra para los muebles. Los sombreros. Las herramientas. Y las fábricas se alinean igual en la periferia. Gunzhen se ha especializado en iluminación. Lo de Donguan es el calzado. “Esta ciudad no tiene sitios que visitar”, coinciden sus habitantes, muchos de ellos empresarios extranjeros que han abierto sede aquí. “Era la única forma de sobrevivir”. “Pensaba que me venía a la Edad Media, -dice Pepe, de la valenciana Juanpoveda Asia Co. Ltd-. Me alucinó. Esto no es lo que pensaba”. Esto es lo que es Cantón: una mole opaca, saturada de humedad y combustibles, a kilómetros de los arrozales donde para procurar la ilusión de oxígeno, se idean árboles falsos cuyas hojas mueven ventiladores, cosas así.
Cantón también recibe a los que vienen a adoptar niños. Les expiden los certificados de salud en Shamián Dao, el islote donde coinciden los novios de la ciudad para hacerse fotos el día de su boda hasta el punto de que en ocasiones deben guardar cola para acceder al sitio elegido, no muy lejos de donde otros adultos hacen gimnasia en columpios, practican tai chi, baile, canto o Wu Su, una lucha popular.
Para desatascarse, la noche aporta salidas eclécticas, entre ellas la discoteca Yes, donde chinos y occidentales se mezclan bailando máquina, juegan a dados en mitad del desenfreno, comen fruta o carne en divanes donde yacen chinas lánguidamente sexuales que lanzan colillas al suelo recogidas de inmediato por señoras con pala y escoba. Conforme la noche avanza, la droga propicia escenas dignas del tiempo del opio, la comunidad extranjera manoseando a las chinas que ríen como aburridas.
“Salir es imprescindible. Una forma de liberar la tensión”, dice Rob, ejecutivo irlandés de Hong Kong, la segunda ciudad del triángulo y cuya trepidante vida nocturna sirve para cerrar aún más negocios. “Hong Kong es una historia de amor. Sólo que después de seis meses te vuelves loco. El ritmo de trabajo es demencial”, afirma Rob de esta “Manhattan china”, más todavía desde que en 1998 el gobierno británico cediera la colonia a la República Popular.
La crème de la arquitectura internacional ha construido rascacielos junto al descomunal falo que es su centro financiero, así que las vistas desde la Avenida de las Estrellas, en homenaje a la potentísima industria cinematográfica que ha propulsado a Bruce Lee o al director Wong Kar Wai, son de impresión.
Hong Kong desplaza sus fábricas a la China interior quedándose como lugar donde se mueve el dinero. El sudor y el polvo no caben en este conglomerado de estructuras superpuestas que permiten adentrarse en la urbe durante al menos veinte minutos pasando de un edificio a otro sin pisar tierra firme. Y, sin embargo, no causa el ahogo de Cantón. Porque es una ciudad ventilada por el mar, dispuesta en escalones sobre la montaña, y obsesionada por la higiene hasta el punto de que una brigada de tres limpiadores enguantados rodeen en plena calle un escupitajo para su neutralización. Hay bandos municipales prohibiendo escupir, tumbarse en los bancos, tirar papeles al suelo. Multitud de habitantes usan mascarillas antipolución. Menudean los hipocondríacos y, tras la sacudida de epidemias como el SARS o la amenaza de la gripe aviar, alguno casi tiembla sólo de ver las águilas más presumidas del mundo planear entre las fachadas adosadas cuyos cristales reflectantes liquidan la vieja idea de construcción armónica amparada por el feng shui.
En Hong Kong, mesnadas de ejecutivos de todas las razas caminan deprisa conectados a sus jpods para abstraerse de los taladros y los anuncios y la presión, pensando en el fin de semana que pasarán en Camboya, Bali o Vietnam, porque “salir de Hong Kong quiere decir subirse a un avión”, aseguran los residentes. Si no, una forma de diversión es apostar a las carreras de caballos o embarcar en un catamarán repleto de chinos –les encanta jugar- hasta la ciudad que cierra el triángulo: Macao.

Macao desacelera de Hong Kong, sobre todo si se atraca de día. El centro es de factura portuguesa, adoquines en plan Chiado, aunque la rotulación no la entiende prácticamente nadie más que la colonia lusa resistente. Al atardecer, montones de croupiers y empleados de los casinos salen a trabajar ataviados con sus chalequitos, faldas y acreditaciones. Un 40 por ciento de los ingresos de Macao provienen del juego. Un cuarto de sus 480.000 habitantes trabajan en él. Tres casinos macaneses han sido catalogados entre los diez mejores del mundo y norteamericanos de Las Vegas inauguran locales nuevos para competir in situ con el magnate Staleny Ho. Pero el terreno se acaba y la voracidad no. ¿Solución? Decenas de barcos vierten tierra y rocas en la costa para ganar espacio al mar y seguir edificando.
“Toda la costa la controlan los casinos”, afirma Pedro Lobo, tesorero de una Casa de Portugal resignada a quedar como atracción turística desde el traspaso de poderes a China, que por cierto desencadenó una fuerte guerra entre tríadas (mafias) para hacerse con el control de un negocio que incluye el de la prostitución. (La costa, toda la costa, es también rica en putas encubiertas de masajistas). Donde el dinero empieza asimismo a llegar es a la isla de Hainan, que con 35 minorías étnicas y parajes paradisíacos, después de abrir una carretera que traspasa la isla en diagonal, empieza a bautizar Palm Beach o Santa Barbara Seahouses a unos resorts por estrenar destinados más que nada a búlgaros, rusos, coreanos, japoneses, algún australiano y chinos adinerados.
Así, la isla se abre a secuencias inéditas, como la de tres ucranianas en top less ante un grupo de boquiabiertos chavales. De ahí hacia el sur, la costa se depaupera. Vuelve el campo. Se construye, pero a ritmo bajo. La impresionante flota de Beihai tiene un aire medieval que comulga con el tráfico clandestino de perlas: las mujeres asaltan en plena playa desenfundando collares preciosos. Y Dongxing es muy parecido al far west.
Una ciudad a medio hacer donde los rickshaws levantan nubes de polvo al sol. Vietnam queda al otro lado de un minúsculo riachuelo franqueado sin cesar de forma ilegal por barqueros que transportan grandes cajas. “Todos esos son mafia. Hacen tráfico de personas y otras cosas”, dice Vong, un vietnaminta que ahora vive en Alemania y ha venido a ver a los amigos. Sus amigos son la mafia. “Si quieres algo, pídeselo”, dice Vong. Si no, la teletienda ofrece desde calzoncillos que orientan bien la verga hasta crecepelos instantáneos. Y, después, en una gala vista por al menos 300 millones de personas, los cantantes chinos más famosos corean junto al público: “Somos amigos/ Somos el futuro/ Somos una familia feliz”.

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